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HISTORIA DE MI GENERACIÓN. 25

abril 14, 2010

LONDON

Perdonad que, para no perder continuidad, siga contando mi propia historia. Mi Generación, por las circunstancias que ya conocéis (léase mili), se hallaba en un nuevo impass y dispersa por el mundo. Yo vivía en el inmenso ático del 128 de Harley St., la calle de los médicos caros en el elegante barrio de Marylebone, distrito West 1, junto al Regent’s Park. Lo más alejado que había estado de Mi Generación desde los catorce años.

Desde el primer momento me dediqué a disfrutar de la ciudad y su deslumbrante variedad de curiosidades y acontecimientos: sobre todo conciertos. Era increíble, todos mis grupos favoritos actuaban en Londres un día u otro, pero a veces coincidían, y acababa quedándome en casa, incapaz de decidir a quiénes ir a ver.

El primer concierto

4 de Octubre de 1973

The Moody Blues actuaban aquella noche en el emblemático Rainbow Theater en Finsbury Park y decidí ir a verlos. Cogí el Tube hasta Seven Sisters y al salir de la estación, un tipo que adivinó por mi aspecto a dónde me dirigía, me abordó con la pregunta de que si ya tenía entrada y me informó amablemente de que estaban agotadas, pero que él, casualmente, disponía de una a la que estaba dispuesto a renunciar por un módico precio.

Desatendí su amable oferta y llegué hasta la taquilla, donde comprobé que, en efecto, no quedaban entradas. Volví en su busca, pero antes de llegar encontré a varios amables ciudadanos más dispuestos a la misma renuncia, y a uno de ellos le compré mi entrada por siete libras.

Valió la pena por disfrutar del ambiente del Rainbow y verles tocar en directo Nights in white satin, aunque el mayor espectáculo consistió en verles luchar contra los problemas que les causaba el Mellotron (secreto de su sinfónico sonido), que funcionaba con cintas magnetofónicas que se enredaban o rompían de vez en cuando en medio de un tema, como las del eco Dynacord que durante años utilizó Mi Generación. Por lo demás, pese a mi admiración por su obra grabada, en directo no pasaban de ser un grupo de rock corrientito, y hasta me atrevería a decir que nosotros -modestia aparte-, éramos bastante mejores.

PARÍS

El reencuentro con Christine

Christine y yo hacía dos años que no nos veíamos, pero conservaba su dirección y su teléfono y decidí llamarla para rememorar viejos tiempos. Se sorprendió al oírme, ya que en todo ese tiempo no habíamos tenido más contacto que alguna carta. Le pregunté si podíamos vernos y me ofrecí a ir yo a Reading si ella no deseaba venir a Londres.

Su respuesta fue: “That won’t be possible at the moment.” (De momento, no va a ser posible.)

Aquellas palabras trajeron a mi mente varias razones para no querer verme: que estuviera dolida por que yo inicié el alejamiento, y el modo poco elegante en que el resto de Mi Generación también se había desentendido de ella tras haber colaborado en nuestro disco. Y otra: que estuviera con otro y no quisiera ponerle celoso viéndose con un ex boyfriend. Ambas me parecieron justas, pero acto seguido, continuó diciendo que es que se iba a París a pasar una temporada, y añadió: Si quieres que nos veamos, ¿por qué no vienes a París conmigo?.

No le costó convencerme. Era una buena ocasión para conocer París y, de paso, darme una nueva oportunidad de hacer mejor las cosas con Christine.

Dos días después tomé un autobús de British Rail hasta Dover y allí embarqué en el famoso Hovercraft, cuya existencia todo el mundo conoce, pero que nadie que yo conozca ha utilizado jamás. En aquel artefacto de dudosa flotabilidad íbamos a cruzar el Canal de la Mancha.

El romántico reencuentro en París resultó tal y como se supone un reencuentro en París,  pero el gran inconveniente que no sale en las pelis, es que París está lleno de parisinos, y harto de ser atracado (en todos los sentidos) y menospreciado por extranjero, no aguanté ni una semana y volví a mi amado Londres, donde sí me trataban bien.

Entonces recibí una llamada de Eliseo anunciándome que venía y preguntando si había sitio para él.

Fui a recibirle y le llevé al piso, donde fue acogido por las chicas con los brazos abiertos.

Me convertí en su guía y le llevé a hacer las visitas típicas, muchas de las cuales yo no había efectuado porque nunca me sentí turista: a la London Tower, con sus alucinantes Joyas de la Corona; Hyde Park, kilómetros cuadrados de césped para revolcarse y sentir la frescura de la hierba en nuestras espaldas sin que viniera nadie a multarte, y su democrática Speakers Corner. Allí tuvimos oportunidad de escuchar -no me atrevo a decir que entender- la encendida diatriba de un indignado súbdito, subido a un cajón, contra Su Majestad la Reina y toda su egregia parentela. Ni en sueños podía imaginarme yo algo parecido sucediendo en España. Se llamaba libertad de expresión.

También fuimos a The Houses of Parliament para la obligada foto ante el Big Ben. Allí descubrimos situado en un punto estratégico del puente de Westminster, desde el que se obtenía un encuadre que yo había visto docenas de veces, a un anciano fotógrafo ambulante, casi tan viejo como su cámara, de la que decía que tenía más de ochenta años, y que naturalmente, acabó inmortalizándonos por dos libras y media en una imagen color sepia, que ya tenía aspecto de histórica desde que salió de la cubeta de revelado incorporada a la misma cámara.

El mejor concierto

GENESIS at the RAINBOW

October 20, 1973

No fui a él muy convencido, sino más bien inducido por Eliseo. Genesis me gustaban, pero su música me resultaba demasiado oscura, mis preferencias iban más hacia Yes. Acudí con el único propósito de observar al bajista, Mike Rutherford, que era quien más me interesaba; quería ver de cerca cómo se las apañaba con aquel engendro con un mástil de bajo y otro de guitarra y averiguar que sucedía cuando dejaba de tocar el bajo y pasaba a las seis cuerdas.

Esta vez habíamos sacado entradas con tiempo y llegamos de nuevo al Rainbow una hora antes del concierto para coger buen sitio. Otros habían sido más previsores y las primeras filas ya estaban copadas por un buen número de gente más fanática, de todas formas conseguimos un buen lugar en la cuarta o quinta grada.

Cuando entramos, las luces de la sala estaban encendidas y en el escenario, rodeado de cortinajes negros, brillaban bajo la luz negra la batería y los teclados blancos; tres sillas y un par de grandes cajones, todo blanco y, en medio de todo ello, una especie de alto armario de color negro.

Puntualmente, a la hora anunciada -eran ingleses- se apagaron todas las luces, menos la negra del escenario y los músicos, también vestidos de blanco, empezaron a aparecer; uno, dos, tres, cuatro… y ocuparon sus lugares, todos sentados bajo unos tenues focos. Como en el álbum Foxtrot, el primer acorde del Mellotron de Tony Banks, que fue reconocido por todos y acogido con una unánime ovación, dio comienzo a la larga introducción de Watcher of the skies. ¿Dónde está Peter Gabriel?.

La introducción avanzaba arrolladora, sonando espeluznante, igual que en el disco, y Peter Gabriel seguía sin aparecer. La cosa empezaba a ser preocupante, me parece que todos observábamos ansiosos las cortinas, esperando verle salir de detrás; la tensión en el ambiente se podía cortar con un cuchillo y mi corazón latia desbocado como en la primera cita. Llegó el momento en que la distancia a recorrer a través del escenario hasta el micrófono colocado en el centro, no podía cubrirse, ni a la carrera, en el breve tiempo que duraba el último compás, que daba entrada a la voz. Creo que todos los presentes teníamos la respiración contenida cuando sucedió lo imposible. Fue pura magia.

El misterioso armario negro desapareció al pivotar sobre sí mismo, revelando ser una ilusión óptica; una simple tela negra ingeniosamente colocada sobre unas alas negras que Gabriel llevaba en la cabeza y que completaban su fantasmagórico atuendo y, al descolgarse de ellas, cayó flotando liviana hasta el suelo, como a cámara lenta.

De entre aquel negro revoloteo surgió la figura hierática y la voz de Peter Gabriel, cortante como un sable y puntual como un inglés, en el segundo tiempo del siguiente compás:

Watcher of the skies, watcher of all,

His is a world alone, no world is his own…

abriéndose paso a través del clamor semiasfixiado por la emoción en las gargantas y el aliento contenido los últimos angustiosos segundos del millar de almas que allí nos encontrábamos, desde aquel glorioso momento completamente entregados a la magia de Genesis.

Aún me sigo preguntando desde cuándo estaba allí, si el presunto armario ya se encontraba en el escenario cuando yo llegué, y no vi a nadie entrar en él en aquella hora larga. Es fácil suponer que lo haría a través de alguna trampilla y, la tela y el tocado del que colgaba, debían estar allí, sostenidos de algún modo, antes de que su egregia cabeza lo ocupase pero, después de ver a Peter Gabriel en acción durante las dos horas largas que duró el concierto, cualquier otra teoría me resulta admisible.

Mi inicial propósito de seguir al detalle la actuación del bajista, quedó prácticamente olvidado por culpa de la inmensa actividad que Gabriel desarrollaba en escena. Uno de los cajones blancos era un arcón que contenía una infinidad de elementos con los que se disfrazaba, cambiando de aspecto del modo más súbito y acorde con la letra, a medida que transcurría la canción. No sólo cantaba, tocaba algunas veces la flauta y otras, llevaba el ritmo con un estrafalario bombo; además interpretaba como el mejor actor y el mejor transformista en uno solo y se desplazaba por todo el escenario sin parar, con admirable forma atlética, acaparando mi atención.

El otro cajón sí era un armario que contenía una decena de guitarras colgadas, que un asistente que valía su peso en oro ponía en las manos de Steve Hackett con la precisión de un trapecista de circo, en el momento exacto en que eran requeridas, en una ensayada maniobra de sustitución que consistia en situarse detrás de él y retirar la que estaba tocando, con una mano, hacia un lado, mientras por el otro lado, le colocaba sobre el regazo la siguiente guitarra con la otra. Ah, y por supuesto, conectada y afinada.

Respecto al bajista, sólo pude ver que tenía ante sí un teclado de pie, como los de algunos órganos, con el que seguía haciendo sencillas líneas de bajos mientras tocaba la guitarra.

También hice otro descubrimiento sorprendente. Phil Collins cantaba, y lo hacía con una voz y un estilo casi idénticos a Peter Gabriel, cuando abandonó la batería para salir a interpretar “No more fool me” del nuevo álbum Selling England by the Pound.

Hacia las once y media de la noche, salimos del Rainbow con las manos rojas de tanto aplaudir, sobre todo hasta que conseguimos -tras casi un cuarto de hora-, que salieran a hacer un bis, y nos metimos en el “metro” entre una nube de gente que flotaba como nosotros.

Treinta y tantos años después, he venido a saber que aquel concierto maravilloso fue transmitido y grabado por Capitol Radio y más tarde apareció por arte de magia, en dos discos no autorizados (piratas) que ya obran en mi poder gracias a otra magia, la de Internet, bajo el titulo “THE GREAT LOST LIVE ALBUM”.

THE GREAT LOST LIVE ALBUM

Pero a Eliseo, Londres le resultó más bien aburrido y cogió el avión de vuelta el día previsto, al cabo de dos semanas.

Yo, me quedé. Ni tenía fecha prevista, ni billete de vuelta. Es más; ni siquiera tenía realmente previsto volver. Me sentía a gusto en aquel país, en aquella ciudad libérrima y multicolor, donde ni ser joven ni ser extranjero suponían un inconveniente. Al contrario, los jóvenes, además de encontrar un montón de acontecimientos de nuestro interés que no se daban con tal profusión en casi ningún otro lugar del mundo, y tiendas en las que hallábamos todo lo que nos gustaba, disfrutábamos de ventajas como las agencias de viajes para estudiantes, gracias a las cuales, viajar estaba al alcance de las economías más subdesarrolladas, así que empleé de nuevo el truco del “carnet de estudiante” (que realmente era mi carnet de músico) para ir a conocer Holanda con el pretexto de visitar esta vez a la dulce Sonja.

ÁMSTERDAM

Sonja Van Wijgerden, era una dulce holandesita que se me declaró durante aquel loco verano, sin que yo pudiera corresponder más que anotando su dirección en mi agenda, y prometiéndole una visita algún día que pasara por su país, cosa que yo, por entonces consideraba poco probable. Sin embargo, la ocasión había llegado.

Le escribí comunicándole mis intenciones y obtuve respuesta en dos o tres días. Decía que estaba encantada de poder volverme a ver, pero vivía con sus padres, y éstos seguramente no lo estarían tanto de tener bajo su propio techo al ligue de vacaciones de la niña, así que, en vez de vernos en su ciudad, Tilburg, era mejor que lo hiciéramos en Ámsterdam, donde vivía su hermana mayor.

Tras unos días estupendos recorriendo Holanda en auto-stop, aprender a liar cigarrillos con una sola mano y descubrir el queso Jonge Belegen, regresé a Londres.

LONDON AGAIN

(La difícil decisión)

Volví a mi actividad normal en Londres: pasear, comer chocolate y steak and kidney pies, asistir a conciertos o ir al cine, pero sucedió algo imprevisto y hasta inimaginable.

En mi cómoda situación, no me había molestado en conocer gente -ni siquiera chicas- ni en buscar trabajo y, simplemente, esperaba al momento en que mis ahorros menguaran de modo alarmante o expirase mi segundo visado para regresar a Ibiza. Al fin y al cabo, vivir en Londres me resultaba más barato que en San Antonio, y el dinero que me ahorraba de alquiler me permitía costear aquellos viajes a precios ridículos que jamás podría haberme permitido hacer desde España y las entradas a espectáculos, que tampoco eran especialmente caras.

Una tarde sonó el teléfono en el piso y la llamada era para mí.

– Hello Pepe!. Have you got your bass guitar?

– Yes.

– Are you playing somewhere?

– No.

Era Malcom, uno de nuestros fans ingleses del Nito’s, que también estaba en Londres y que conocía a su vez a un grupo americano de Soul y Rhythm and blues (Soul Machine, o algo así) que estaba de gira en Europa. Durante su estancia en Alemania, el bajista quedó prendado de una alemana y había decidido quedarse, por lo cual necesitaban un bajista para suplirle en las últimas actuaciones de la gira, que serían precisamente en Inglaterra y, tal vez y si nos interesaba a todos, volver con ellos a América.

Malcom daba por sentado que aquella era mi oportunidad y que yo no podía rechazarla; no obstante, le dije que tenía que pensarlo. Aunque en aquel momento estábamos inactivos, yo tenía profundos vínculos de amistad y pertenencia a Mi Generación, así que quedé en llamarle después de reflexionar. No tenía dudas respecto a lo de tocar con aquella gente en Inglaterra, pero sí un problema de conciencia respecto a la seria tentación que supondría América si las cosas iban bien.

Sólo había pasado un día o dos de la desasosegante llamada cuando me hallaba yo sumido en las más profundas reflexiones y volvió a sonar el teléfono: de nuevo era para mí. Pensé que sería Malcom apremiándome por una respuesta y cogí el auricular con un súbito impulso de decir que sí ante su insistencia, pero no: era Paco desde Ibiza.

– ¡Pepe!. Vente para acá, que empezamos en Nito’s el Sábado.

Era la llamada de la sangre, y la difícil decisión de cambiar de aires que acababa de tomar, se fue tan de repente como llegó y sólo pude decirle que allí estaría. Marita, Mi Generación e Ibiza seguían siendo mis únicos amores.

El día de mi marcha mis anfitrionas me acompañaron al aeropuerto y vertieron lágrimas como si se fuera el novio de todas ellas. Nos despedimos hasta el verano, pero, debido al inesperado acontecimiento que me aguardaba a la vuelta, nunca volveríamos a vernos.

(Continuará…)

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